Hubo un tiempo en el que Keith Richards decidió cambiar de vida y se retiró a un tranquilo pueblo que Connecticut, donde se instaló en una mansión rodeada de frondosos bosques, un mágico lugar en el que la paz y el sosiego reinaban en consonancia con los espíritus ancestrales que un día habitaron aquellas tierras. Y allí sin nada que hacer, encontró una forma muy gamberra de divertirse, para desgracia de sus sirvientas, como contó él mismo en la revista Rolling Stone: “Me levanto a las siete de la mañana. Leo mucho. Puede que navegue un poco por Long Island Sound, si hace buen tiempo. Escribo canciones, me mantengo al día. No tengo una rutina fija. Deambulo por la casa, espero a que las sirvientas limpien todo y luego lo mancho de nuevo”.